Despídete bien

Ruth Barrios Fuentes
4 min readJul 17, 2020

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Ilustración: Julia Licea

Todos vamos a vivir esa tragedia. Despedirse para no volver. Dar un adiós para siempre.

Lo sabes. Es un mal presentimiento lleno de lógica que te persigue una gran parte de tu vida.

Para mí llegó en el 2019. Mi hermano, Oscar, tenía 39 años. Un día comenzó a tener un dolor en la espalda. Cuando lo contó, intuimos que era por un mal movimiento haciendo deporte. Pero la molestia pasó de dolor a no poder caminar en tan solo unos días.

Después de someterse a estudios, el diagnóstico fue estremecedor: un raro cáncer ya lo había invadido.

Tomamos la noticia como pudimos. Con terror e inexplicablemente con algo de optimismo. Nadie quería sentirse derrotado cuando ni siquiera había empezado la batalla.

Los siguientes días fueron verdaderamente extraños. Como de película. Como si no los estuvieras viviendo tú.

Escuchas a los médicos decir que tu familiar se va a salvar y a otros que se va a morir. Por supuesto que le crees más a los que te dicen que se va a salvar. Nunca se está listo para las malas noticias. Nunca.

Esas semanas son de vaivenes emocionales. A veces estás bien, con cierta esperanza ante el futuro y otros -una gran mayoría- enojado con la vida. Ves a la gente salir del hospital, bien, caminando, riendo, y te llenas de rabia y envidia. ¿Por qué no soy yo el que sale así, feliz?, te preguntas. Y luego te respondes: “¿y por qué sí?”.

Aunque hay mucha tensión, no hay tiempo para pelearse. Al menos con el paciente. Siempre hay que dar la mejor cara, incluso en los días más terroríficos. Simulas. Finges que el temor y la impotencia no te andan devorando por dentro.

Y luego empiezas a conocer esa fase en la que los enfermos pasan por días horribles. Y como acompañante tienes que mantenerte de pie, compasivo. Aguantas vara. Ya ni siquiera como una maldición, sino como una bendición de que sigue aquí, contigo. Encuentras cierta luz en esos días tan sombríos.

Oscar fue sometido a tres operaciones, dos de alto riesgo. Los cirujanos habían planteado que las posibilidades de que saliera vivo eran de un 50/50.

Las ironías de la vida. Cuando mi hermano y yo éramos más jóvenes, vimos una película protagonizada por Joseph Gordon-Levitt llamada “50/50”. La historia central es sobre un chico con cáncer que se someterá a una operación en la columna, por eso las probabilidades de que viva o muera son mitad y mitad.

La película nos entretuvo un montón. Joseph Gordon-Levitt siempre nos pareció un actor simpático y con cierto toque de inocencia.

Y qué raro. Una década después mi hermano estaría en una posición muy similar a la del personaje. Viviendo en carne propia lo que un día nos parecía tan irreal.

Mi hermano también salió vivo de la operación. Fue un alivio para el alma de todos. Casi como respirar un ratito cuando te estás ahogando en medio de un furioso mar.

De pronto entiendes eso, los ciclos de la vida, pero detalladamente, morirse.

La muerte es una sombra que te acompaña a lo largo de toda tu vida. Sabes que existe, que tiene cierta forma, pero no puedes descifrarla.

Y lo que hace a la vida tan interesante y emocionante es justo ese extraño equilibrio que incluye la pérdida, el dolor y la finitud. No tenerlo todo, todo el tiempo.

Pero en esa disyuntiva, lo único que te queda claro es que tienes que vivir aquí, ahora. Suena fantasioso, pero no hay más. Tomas consciencia de que no sabes cuándo será la última despedida, por eso siempre lo haces con cierta ternura.

Atravesar con alguien una enfermedad larga hace cuestionarte sobre tu propia muerte. Intentas identificar qué sería lo mejor para ti, tontamente, como si pudieras elegir cuándo y dónde te mueres.

Antes de partir, todos se despidieron de mi hermano, médicos, enfermeras, amigos y familia. Es un ritual necesario. Es como un homenaje a la vida y al amor que te dio.

Llegó el momento. Ver el último suspiro de alguien es demoledor. Pero también te caen un montón de preguntas sobre la existencia humana. Sobre si lo que somos es un cuerpo, una mente, un alma, un espíritu o todo a la vez.

También es raro que alguien con quien hablaste ayer, ya no te conteste hoy. Y ya no te vaya a contestar jamás.

El duelo empieza desde el primer segundo en que la persona ya no está contigo. Al paso de las horas te percatas ligeramente de su ausencia con las cosas que usaba, como si se hubieran quedado huerfanitas, esperando todavía a ser útiles por su dueño. Un vaso, su reloj, su cepillo de dientes, su ropa. Y empiezas a caer de cuenta que ya nunca las va a usar.

Conservas lo que puedes en un afán de que nunca se vaya, como si los objetos abandonados fueran un portal de conexión con esa persona que fue tan cercana y querida.

Al paso de las semanas y meses, te acuerdas de las pláticas en el hospital, de la quietud del cuarto, del silencio, de los ruidos de los aparatos, de las preguntas, de las respuestas, de los días espantosos y de los días hermosos.

La gente te pregunta cómo estás. Contestas superficialmente. Insisten, pero no das detalles. En realidad no quieres que nadie te dé explicaciones sobre perder a alguien o, peor aún, que te digan que nunca han perdido a alguien y que si les pasara se volverían locos y se aventarían de un puente.

Te preguntas: ¿debería volverme loca y aventarme de un puente?

Lo único que te consuela es que la vida te dijo a la cara “aprende esto: a despedirte bien”.

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